15/2/24

Crítica a un libro de Óscar Teixidó

Terminado el libro Introducción a la filosofía de la ciencia sistemática en psicología (Ediciones Psara, 2023, España), de Óscar Teixidó, un discípulo indirecto del filósofo argentino Mario Bunge, voy a exponer en este post diferentes críticas que creo que se le podrían hacer. Las he sintetizado en nueve puntos, al final de los cuales daré mi opinión global:

(I) Lo primero que señalaría, sobre todo en relación con los capítulos 1 a 4, que tratan de filosofía de la ciencia en general, es que en el libro no percibo que haya un «sistema» filosófico propiamente dicho. O dicho de otro modo, no hay una serie de Ideas que funcionen como «pilares» centrales de un conjunto de teorías, entrelazándolas entre sí, más allá un principio «realista» de carácter muy genérico; sino que se limita a citar teorías de diversos autores, recogiendo o rechazando argumentos por separado, con un formato más parecido al de un manual de epistemologías contemporáneas que al de un ensayo de filosofía crítica.
(II) La definición de la filosofía como el saber que se ocupa de lo «más general» (p. 25) es vaga, y solo se clarifica cuando se da como parámetro de lo «particular» las ciencias y técnicas, a las cuales trasciende, y entonces no se entiende por qué no da la definición de Bueno (al cual, además, cita).
(III) Para definir qué es la ciencia, da una lista de 18 «condiciones» de demarcación (pp. 53-57), señalando que no es necesario que una disciplina las cumpla todas para serlo, pero que, si las cumple, entonces es «ciencia de alto nivel». Pero no justifica la «unidad» entre esos criterios, ni tampoco de dónde surgen.
(IV) Cita la noción de «contexto determinante» de Bueno, pero interpretándola como una «microteoría», en lugar de como un conjunto de términos corpóreos (p. 70). También señala que no se puede comparar una teoría con las cosas mismas (p. 71). Sin embargo, más adelante, afirma que las teorías «re-presentan» la realidad, o que la «re-construyen» (con lo cual se entiende ésta como algo ya dado), y que el «contraste empírico» permite el «contacto» de una teoría con «los hechos mismos» (p. 73). Pero esto presupone una separación entre la «realidad» y la «teoría», tal que, una vez establecida, y si no cabe esa comparación, entonces tampoco cabe hablar con sentido de una representación de la una sobre la otra. En su lugar, lo que se da en las ciencias es más bien un contraste no de la teoría con la realidad, sino de una teoría con otra teoría, donde la experimentación es clave, pero por otras razones, en tanto que la capacidad para asimilar los resultados del experimento va a ser lo que dé cuenta de la «potencia» distintiva del sistema.
(V) La definición de la verdad como una propiedad de aquellas hipótesis cuyo enunciado es «apoyado por los datos» (p. 77) también es vaga, y se convierte en circular cuando a su vez el «apoyo» o su ausencia precisa de algún criterio de verdad, para ser justificado.
(VI) Cuando presenta su concepción de la psicología, presenta tanto el conductismo como el cognitivismo como «tendencias» enfocadas en el comportamiento animal (en general; p. 128). Aunque es cierto que Skinner experimentaba con animales, como las famosas palomas, el conductismo seguía siendo una corriente centrada en el hombre, que se distinguió, incluso con fuertes polémicas, por su oposición a la etología (incluida la etología humana, en lo que tenía de innatista). En el cognitivismo, la distancia con respecto al comportamiento animal es incluso más evidente. Por eso la psicología es una disciplina distinta de la etología, aunque ambas traten de «comportamientos», presentes en organismos animales (humanos y no humanos). No es que haya un «solapamiento» (p. 131) entre ambas, sino que cada una de ellas tiene su propia escala de análisis o enfoque, incluso cuando analizan una misma conducta. Lo mismo aplica cuando dice que «lo psicológico es biosocial» (p. 155); porque no se trata de que la neurología, por ejemplo, no tenga cabida, como enfoque, sino de que hay un enfoque «específicamente psicológico», que no es ni neurológico ni etológico.
(VII) Que la psicología resulte ser una ciencia, en un mismo sentido indistinto como lo es la física o las matemáticas, sobre la base de que comparten el tener «una comunidad profesional y un sistema de revisión y control por pares» (pp. 131-133), pese a diferencias fundamentales, que hacen que las segundas tengan verdades prácticamente inamovibles, aunque se las pueda reinsertar en diferentes sistemas teóricos, mientras que la psicología a lo sumo aspira a «explicar» ciertas conductas, sobre la base de «tendencias» o controles de variables, lo que revela es por qué esos criterios son superficiales, en el momento de definir qué es una ciencia. No dan cuenta de la oposición entre ciencias humanas y estrictas más que como una distinción de objeto (p. 254).
(VIII) Dentro de las concepciones «materialistas» de la mente que considera (reduccionismo, funcionalismo del cerebro y emergentismo; pp. 145-146), no se cubren todas las opciones teóricamente posibles. Por ejemplo, rechaza la segunda porque sería «cerebrocentrista» (p. 152), pero también cabe concebir la mente como un conjunto de funciones, no del cerebro con un entorno, sino del organismo in toto, que es quien «actúa» propiamente (no su cerebro), «estimulado» por los cuerpos y sujetos que están «afuera», en el seno de una sociedad, con una cultura.
(IX) Los estados y procesos mentales son inseparables de lo físico, pero no tienen 'lugar', precisamente porque no son algo físico. De ahí que no tiene mucho sentido decir que «observo un dolor de cabeza cuando observo en detalle todo lo que ocurre en el cuerpo» (p. 158).
En síntesis, y sobre la base de las razones que he expuesto, no lo recomendaría como lectura. Los contenidos «manualísticos» que trae la primera parte se pueden conocer mejor a través de autores que encuentro más «finos», como el propio Diéguez, que lo prologa.
Sobre las tesis principales de la parte específica sobre la psicología, se encuentran mejor expuestas y argumentadas en los libros de Mario Bunge, que es de quien las toma, con lo cual recomendaría antes leer a éste.
las reaccio

3/2/24

29/6/23

16/4/23

Comentario a un artículo de Straehle

Leído este artículo de Edgar Straehle, donde analiza algunos aspectos de las teorías de Gustavo Bueno y Roca Barea, y su pregnancia sociológica y componentes práctico-políticos, he creído interesante hacer unas sucintas apreciaciones.

Lo primero que hay que remarcar, como aspecto positivo, es que se trata de un artículo informado, que procura evitar todo tipo de hombres de paja, y que contempla no sólo las influencias de unos autores sobre otros, o de los dos temáticos sobre discursos en redes, sino también las discontinuidades, tanto entre Bueno y Roca Barea, como entre Bueno y las vulgarizaciones a que pudiese haber sido reducido, con posterioridad. Sin embargo, hay que delimitar cuál es el alcance crítico que tiene, en este sentido, y cuál es la metodología y fines que se propone. En relación con este propósito, y dejando a un lado a Roca Barea para centrar la atención en Bueno, no se percibe que trate ningún aspecto de su teoría, para evaluarla en función de su contenido estructural, sino que se limita, de un lado, a establecer una filiación genética, de posibles autores que habrían influido en él, y, de otro lado, a analizar sus componentes sociológicos, su pregnancia institucional y los intereses pragmáticos que lo habrían motivado.

Estos intereses fueron, por otro lado, reconocidos por el propio Bueno, quien solía repetir que «no defiendo España por razones filosóficas, de la misma manera que no bebo agua por razones filosóficas», lo cual no significa, como podría interpretarse, que cabe reducir la filosofía de la historia de Bueno a la condición de una mera ideología, que incorporaría farragosas Ideas escolásticas (unidad, identidad, esencia, existencia) a un sistema propio (diapolítico, metapolítico, generador, depredador, esencia procesual, eutaxia) como un medio para justificar esos intereses. Y esto no tanto porque haya que negar la importancia de ese imperativo de defensa, en el plano de la génesis, como porque esa génesis no puede nunca reducir íntegramente la estructura teórica resultante (una misma teoría puede interpretarse en sentidos ideológicos muy diferentes, así como un mismo interés puede lugar a teorías mutuamente incompatibles). Además, la tesis de Bueno, en este aspecto, fue mucho más radical, y consistió en negar la posibilidad misma de una «neutralidad» metodológica frente a la cuestión de España. La distinción no estaría, por tanto, entre una Idea de España «neutral» y una Idea de España «presentista», sino entre dos Ideas partidistas de España, una de las cuales reivindica capciosamente una neutralidad de la que, en realidad, carecería, bajo un análisis más profundo.

Y es que puede advertirse que, para Straehle, quizá sea suficiente calificar la teoría correspondiente de «presentista» (pp. 58, 60 y 71), para, con ello, considerarla oblicuamente descartada y refutada, sin necesidad de ofrecer una crítica recta de sus contenidos. Pero en este término, «presentista», lo que parece ejercitarse es, en realidad, el prejuicio, generalmente calificado como realista ingenuo, de que el historiador «se acerca a la realidad histórica», como si el pasado fuese un factum, compuesto de «hechos históricos» ya dados, que se limitaría a «descubrir», o mostrar a sus lectores, con el mínimo de componentes «presentes» posible. Sin embargo, lo cierto es que en modo alguno es evidente la existencia de ese «pasado histórico» ya dado, porque con lo que el historiador trabaja no es con el pasado, sino con reliquias corpóreas, que son partes del mismo presente, sólo que como un presente infecto, respecto del cual éstas aparecen como «extrañas». No se trata, por tanto, de que el historiador trabaje «desde el presente», sino que el pasado mismo es ya, inherentemente, una construcción presentista, realizada a través de los relatos. En este sentido, los componentes pragmáticos, involucrados en la historia, son algo que se da por supuesto, y no porque lo mismo dé ocho que ochenta, ya que, efectivamente, también la historia puede llegar a convertirse en mera ideología, donde el «engarce» con reliquias efectivas sea mínimo, o incluso contradictorio, lleno de errores, o que atribuya a personajes históricos, pretéritos, Ideas o motivaciones de los que, en realidad, carecían. Pero lo que cabe remarcar es que este error (el presentismo estrictamente dicho) sólo puede resultar de una contraposición de unos relatos con otros relatos (es decir, de una contraposición diamérica, no de los relatos respecto de la «realidad histórica», considerada como un fenómeno puro y prístino, al modo de una contraposición metamérica). En suma, decir que la filosofía de España de Bueno tiene componentes pragmáticos es, en realidad, decir muy poco.

En cuanto a las influencias, que permitirían ofrecer una filiación genética de ésta, sin necesidad de negar su efectividad, es muy importante distinguir entre influencias positivas e influencias negativas. Un autor está influido positivamente por otro cuando incorpora alguna parte de su pensamiento, extractada, a sus propias «coordenadas». La influencia negativa, por el contrario, resulta de un «definirse frente a alguien»: puede decirse, por ejemplo, que Marx estaba fuertemente influido por Hegel, Smith o Ricardo, en tanto que dependía de ellos para «darles la vuelta», y que Bueno dependió, del mismo modo, a su vez, de Marx y, por qué no decirlo, de otros autores católicos que Straehle trae a colación. Pero una de esas incompatibilidades que el artículo no recoge, y que no es tampoco accidental, sino que distorsiona sustancialmente el contenido de la interpretación que éste hace de Bueno, es lo relativo a la Idea de Imperio de Santiago Montero Díaz, y que remarca su «ilimitación», pese a reconocer que no aparece citado en el «Catálogo de una biblioteca particular en torno a España y su historia» (pp. 52-53). Porque no es sólo que Bueno, al contrario que Montero, distinguiese entre el Imperio diapolítico (los imperios efectivos) y la Idea filosófica de Imperio (los imperios que se pretendieron universales), sino que Bueno considera ésta un «imposible político», dado que supondría la constitución de un «Estado universal» que, al carecer de fronteras, y por tanto de capa cortical, dejaría de ser «Estado», y por tanto dejaría, asimismo, de ser «Imperio»: «la Idea filosófica de Imperio es un imposible político, como la Idea de perpetuum mobile es un imposible físico» (p. 207 de la edición de 1999 de España frente a Europa).

Sólo desde esta confusión, donde se está interpretando a Bueno desde Montero Díaz, se comprende que atribuya a éste la noción de que «el Reino visigodo no se puede identificar con España porque, si bien ocupó toda la Península, se mantuvo recluido en ella y, por tanto, perdió la voluntad imperial que había animado a la etapa romana» (p. 41). Y no porque Bueno afirme que el Reino Visigodo era ya España, sino porque ésta no fue en modo alguno la razón que daba, en España frente a Europa, sino la «discontinuidad» entre ambas unidades políticas, aceptando explícitamente la tesis de Barbero y Vigil, sobre la «Monarquía asturiana original como una suerte de jefatura, constituida no tanto por grupos godos huidos, cuanto por gentilidades o tribus astures o cántabras, que intentaban, no ya recuperar el reino perdido, sino simplemente mantenerse libres de los opresores (fueran romanos, fueran visigodos o fueran musulmanes)», aunque no aceptase las conclusiones que se podrían extraer de ésta: «lo que no entendemos es el empeño en hacerlos incompatibles con el reconocimiento de la formación del ideal neogótico, muy temprano, en todo caso» (pp. 274-275). Por lo mismo, Bueno no pretendió, por razones evidentes, que España ya no existe, si es que el Imperio ha caído, sino una tesis mucho más matizada, que es que la pérdida de la identidad imperial de España, en favor de su nueva identidad europea, no deja inalterada su unidad, sino que supone su puesta en entredicho: «la pérdida de la identidad imperial determinó, pasada su primera fase, la debilitación de su unidad nacional» (p. 367 del libro citado).

El alcance del artículo de Straehle, podríamos proponer, como conclusión de lo dicho, es antes filológico o sociológico que histórico-positivo (no cita ninguna fuente ni se propone cuestionar el material empírico utilizado por Bueno) o histórico-filosófico (no critica tampoco sus Ideas de España o de Imperio), por más que en ese terreno oblicuo sus tesis sean más o menos fundamentadas, cuestión que requeriría un análisis más pormenorizado.

19/3/23

¿El Día del padre, o el Día de la persona especial?

Últimamente, ha saltado al debate público la propuesta, nacida en un colegio público de Jerez de la Frontera, de cambiar el nombre del Día del padre, en favor de «Día de la persona especial», en reconocimiento a la variedad de formas familiares, en proporción creciente, que se encontrarían en la actualidad, y con el fin de evitar situaciones potencialmente dañinas para aquellos niños en cuya familia el padre no estaría presente. 

Y lo cierto es que hay muchas formas distintas de familia. Sin embargo, es un error poner en un mismo plano la familia estricta o nuclear (con padre y madre) y las formas familiares no nucleares (adoptivas, monoparentales, de padres divorciados, de padres homosexuales). Y no porque haya una única forma de familia estricta (puede ser monogámica, poligínica o poliándrica, matrilineal, patrilineal o ambilineal, matrilocal, patrilocal o ambilocal), ni porque ésta sea una esencia fija y fosilizada (al contrario, es un producto de los cambios en la base económica), sino porque, cuando se desliga la familia de su momento procreador, es cuando los roles sociales que sirven para definirla quedan «flotando» en el aire. Por ejemplo, si el «padre adoptivo» es «padre» en algún sentido, lo es porque se comporta como si lo fuese (adopta su rol, sin serlo estrictamente). En las familias monoparentales donde el hijo convive sólo con la madre, no es que ésta sea simultáneamente madre y padre, como si lo hubiese concebido sin concurrencia de varón, sino que es padre sólo por analogía, en cuanto cumple sus funciones. Por eso, todos los niños tienen un padre estricto, cualquiera que sea su forma de familia.

Ahora, sobre los casos en los que éste ha fallecido, o abandonó a la madre, etc., el profesorado, lógicamente, debe ser cuidadoso para que al niño el evento no le pueda resultar traumático. Pero, como constata Helen Fisher, en 1940, uno de cada diez niños norteamericanos no convivía con ninguno de sus dos padres, y no por eso se dejaba de celebrar el Día del Padre (oficial desde 1924), ni el Día de la Madre. Se trata de dar un reconocimiento público a la importancia, y por tanto la responsabilidad, que conlleva ser padre, y que se asume al serlo. Si, ante la ausencia del padre estricto, sus funciones las desempeña otra persona, también se puede incorporar al día, de un modo justificado, pero no parece ésta razón suficiente para cambiarle el nombre. En fin, desarrollé esta teoría en el siguiente artículo de la revista El Catoblepas, especialmente, en el apartado del núcleo de la familia, los géneros y especies de familia y el valor de la familia nuclear en la España del presente:

https://www.nodulo.org/ec/2022/n199p07.htm?fbclid=IwAR3pKI9BzBF0QHNgRf-hUtaAf6_5kKUZr0qlmLLn01NPrmYHc71Mp91tHGY