I. La tendencia metafísica o pitagórica:
No pudiéndose encontrar en el pensamiento de la Antigüedad clásica (particularmente Platón y Aristóteles) algo semejante a una concepción global y sistemática de la música, sino únicamente reflexiones, más o menos fragmentarias, en torno a su estatus epistemológico (su carácter de técnica, orientada a la obtención de placer, o su capacidad para servir de medio de conocimiento del cosmos, o de lo Uno, y a su través las relaciones entre música, sentidos e intelecto) o su utilidad político-educativa (como reforzadora de vicios y virtudes, o simplemente como entretenimiento liberal, más digno que sus alternativas), implicando una teorización de las relaciones entre los modos y la naturaleza (ethos, mímesis, kátharsis), en una primera tendencia, metafísica, podría incluirse, influida por aquella, y en especial por la tradición pitagórica, la concepción de Boecio en De institutione musica, con la distinción entre, de un lado, la música mundana (armonía de las esferas, pero también de las estaciones y otros movimientos naturales), la única verdadera música; y, de otro lado, la música humana (armonía del alma) y la música instrumental (que incluiría también al canto), que reflejarían la primera, desde la óptica de una subsunción de la música producida (instrumental), en una Idea ontológica muy general (la «armonía», más bien que «música»), ligada a una concepción monista del ser.
La misma teoría puede encontrarse, conciliada con el cristianismo, en las Institutiones divinarum et saecularium litterarum de Casiodoro («si nosotros vivimos virtuosamente, nos hallamos, constantemente, sometidos a su disciplina; mas, si nosotros incurrimos en injusticias, entonces nos quedamos sin música») o en las Etymologiarum sive originum de San Isidoro («sin música, ninguna disciplina puede ser perfecta, puesto que no puede existir nada sin ella»). También abarca esta clase la concepción, igualmente influida por el pitagorismo, de San Agustín en De musica, con su definición de la música como ars bene modulandi. Se trata, en efecto, de un tratado en seis libros de los cuales únicamente el primero y el último podría decirse que tratan sobre música, circunscribiéndose los libros centrales a la cuestión del metro poético. «Música» no sería, desde este punto de vista, lo que hace un cantor o un flautista, sino la expresión, sujeta al conocimiento científico, de las leyes del número y proporciones propias de tiempos e intervalos. Bajo esta dirección interpretativa, señala Fubini (2001):
A partir de este punto, se nos revela que el discurso de san Agustín se encamina fatalmente hacia una metafísica del número, por cuanto que la esencia más auténtica de la música no se investiga en otra cosa que el número»). La música adquiere dignidad científica y deviene objeto rigurosamente racional por cuanto que se reduce a número. El movimiento de los sonidos, tanto desde el punto de vista de los intervalos como desde el rítmico, deberá ceñirse a correlaciones numéricas simples (rationabiles), por ser éstas las únicas que la razón enjuiciará como buenas. (p. 89)
En la tradición medieval se mantendrá esta visión aritmológica de la música en definiciones como la ofrecida por el carolingio Alcuino («disciplina que trata de los números que se descubren en los sonidos»), de donde pasará a formar parte del quadrivium, como una de las cuatro artes matemáticas, junto con la aritmética, la geometría y la astronomía, dentro del conjunto de las siete artes liberales, que incluye asimismo a las tres del trivium, relativas a la elocuencia, y que incluía la gramática, la dialéctica (entendida en un sentido aristotélico, como disciplina del conocimiento probable) y la retórica. En este sentido, mientras que la «música teórica» sería un arte liberal, correlativa al estatus social que el teórico poseía, los músicos prácticos (compositores, cantantes, instrumentistas) desempeñaban un arte servil, como artesanos. El monje benedictino Aureliano de Réomé (Aurelianus Reomensis), en el siglo IX, retoma de manera explícita la definición agustiniana («la música es la ciencia de la modulación justa, conforme al sonido y al canto»), en lo que convergerá con su coetáneo, también benedictino, Remigio de Auxerre («toda música se compone de proporciones, o sea de consonancias») o, en el siglo XIV, con el abad Engelberto de Admont («ciencia que investiga y descubre el acuerdo y la consonancia, según proporciones armónicas, entre cosas contrarias y desiguales y cosas conjuntadas y próximas»). Más positiva será la definición propuesta en el tratado Musica enchiriadis, datado en el siglo X, y atribuido a Hucbaldo, o bien a Odón de Cluny: «ciencia que enseña a cantar de modo exacto; el camino más sencillo para alcanzar la perfección en el canto»; si bien su comentario, el Schola enchiriadis, volverá a reiterar la concepción tradicional («ciencia de la buena modulación», que significa «ordenar la melodía con sonido suave», remitiendo a un orden cósmico, alejado de las «cosas vanas»).
El influjo pitagórico se mantendrá en el renacimiento (Gioseffo Zarlino: «todas las cosas que creó Dios fueron ordenadas por él mediante el Número; es más: este Número fue el principal modelo en la mente de dicho hacedor»), y después en Leibniz («ejercicio de aritmética inconsciente, en el cual el espíritu no sabe que cuenta», con la armonía como un orden matemático del universo, y la música como el medio por el cual ésta se revela sensiblemente al hombre) o Charles d'Assoucy (el mundo como un gran clave, cuyas cuerdas, vibrando armoniosamente, crean la diversidad de acordes de la naturaleza, donde el hombre, en la pequeña escala, al afinar su clave, hace lo que Dios al afinar el universo), concluyendo con la teoría armónica de Jean-Philippe Rameau («la música es una ciencia que debe disponer de unas reglas bien establecidas; dichas reglas deben derivar de un principio evidente; principio que no puede revelarse sin el auxilio de las matemáticas»), y su intento de construir racionalmente la música a partir de la serie de armónicos (para una crítica musicológica de esta teoría, cf. Lerdahl y Jackendoff, 2003, pp. 321-326), cuando ya se había transformado en un naturalismo más genérico, no necesariamente matemático, ya que la posición central ya no la ocupará el número, sino el sentimiento.
II. La tendencia antropologista racionalista:
Es este naturalismo más genérico, en efecto, el que, una vez abandonada la concepción matematizante de cuño pitagórico, que ya a comienzos del siglo XVI era descrito por Pietro Cerone como una «antigüalla», servirá de nexo de unión, junto con la teoría barroca de los afectos (Descartes), con la segunda tendencia, antropologista, por la cual la música pasará a ser concebida, ahora, como una forma de comunicación, un lenguaje de los afectos. Un lenguaje en el que, en este primer estadio, razón y corazón van de la mano, ya que son unas leyes naturales, de carácter objetivo, las que regulan su expresividad, y en las que el ancla o fundamento se establece en el sujeto individual. Es la concepción que se presenta en Les beaux arts réduits à un même principe, de Charles Batteux, en 1747, desde la óptica de una imitación de la naturaleza. Para Batteux, en efecto, así como la poesía tendría por objeto imitar las acciones, la música tendría por objeto la imitación de las pasiones. En la misma teoría había incidido ya antes el abate Du Bos, en sus Réflexions critiques sur la peinture et la poésie, de 1719. Ahora bien, la «imitación de la naturaleza» no tiene el carácter de un isomorfismo positivo, en el sentido e una imitación, con música, por ejemplo, del canto de los pájaros, o de un imperativo de realismo en la pintura, sino que consiste, más bien, en un imperativo de «racionalidad», a medida del pensamiento científico moderno que, en esta época, está constituyéndose, y que, a través de algunos de sus exponentes (Descartes, Leibniz, Mersenne), resultará en la sistematización de la tonalidad diatónica.
Una «naturaleza» que coincidirá, puntualmente, con las características particulares de cada estilo musical, como su dimensión interna de legitimación ideológica: el bon goût preclásico, el clasicismo maduro, el romanticismo, en Schoenberg o Webern, el dodecafonismo, culmen del progreso histórico de la música, en base al uso cada vez más emancipado de la disonancia, es decir, de los armónicos más lejanos de la serie acústica de los armónicos naturales y, por tanto, a la confusión misma entre los conceptos de consonancia y disonancia, que se encontrarían llamados a la desaparición; o en Ansermet, en su célebre analogía, según la cual la muerte de la tonalidad diatónica sería, a la conciencia musical, lo que la muerte de Dios sería a la conciencia moral. Se alcanzarán, en consecuencia, con estas diferentes versiones de naturalismo sonoro, las cotas más altas posibles de etnocentrismo en teoría musical, ya que ello equivale a suponer que otras tradiciones, anteriores al establecimiento del sistema de la tonalidad diatónica en occidente, o ajenas a este sistema, sin por ello dejar de ser sistemáticas, no serían sino, a lo sumo, versiones primitivas de esta tonalidad, valoradas en función de ella, o, incluso, formas de irracionalidad o superstición ruidística. Pero en esta interpretación lo que cabe percibir es, ante todo, un sesgo histórico, ligado a la forma lógica de una petición de principio, que parte de la restricción de la racionalidad a un único tipo de sistema organizativo, con ignorancia de los demás, cuando es esta restricción la que, vista en una perspectiva más amplia, resulta ser estipulativa e infundada.
III. La tendencia idealista o romántica:
En este contexto, y a partir del movimiento romántico, por su contraste con el racionalismo de la Ilustración, va a ser, ahora, el sentimiento el que se va a dirigir, directamente, sin el intermedio de la razón, al oyente (Wackenroder: «desde la eternidad, existe un precipicio hostil que separa el corazón del que siente de las indagaciones del que explora; el corazón es una entidad divina, independiente y cerrada, que no puede abrirse ni analizarse mediante la razón»; «cualquier obra artística no puede asimilarse ni entenderse plenamente más que con un sentimiento similar a aquel otro que la vio nacer; de este modo, el sentimiento no puede captarse ni comprenderse sino con la ayuda del sentimiento»). Se trata de un viraje que no surge de la nada, sino que venía ya anticipado por una corriente hedonista que, durante la Ilustración, entendía la música ya como un juego de agradables sensaciones (Kant), o como un arabesco abstracto (Rousseau), que no dice nada a la razón, ni tenía contenido moral o educativo, sino que limita su efecto a nuestros sentidos.
Lo que cambiarán los románticos, con respecto a los racionalistas barrocos y clásicos, es el signo axiológico de la caracterización, de modo que será justamente esa cualidad sensual la que sitúa a la música infinitamente por encima de cualquier medio normal de comunicación (Herder: la música como «arte de la humanidad», con la ópera como «unión de todas las artes», prefigurando la «obra de arte total» wagneriana), para servir como vía de acceso privilegiada a la Idea, lo Infinito o Absoluto, en las filosofías de Hegel, Schelling (a su través, Beethoven), Schopenhauer o Friedrich Schlegel. De esta manera, que recuerda a la via pulchritudinis escolástica de conocimiento de Dios a través de la belleza, y en particular de la música, heredera de Platón, la música recupera su significado epistemológico, si bien en un sentido nuevo. En consecuencia, el eje de valoración tenderá también, no sin excepciones (Hegel, Wagner), a desplazarse desde el melodrama hacia la música pura. La nueva expresividad arracional, en su dimensión comunicativa, será entendida unas veces en un sentido individual, con la música como expresión de los sentimientos del compositor o del intérprete, mientras que otras veces será entendida en un sentido colectivo, como expresión del «espíritu» de un determinado pueblo (el Volksgeist en Wagner, con el precedente de Heine o de Giuseppe Mazzini).
La visión romántica de la música será continuada aún por el neoidealismo italiano de Benedetto Croce y sus seguidores, tales como Fausto Torrefranca o Alfredo Parente, durante la primera mitad del siglo XX, cuya aportación fundamental consiste en su reivindicación de la unicidad sustancial de la actividad artística, así como en su antipositivismo, al considerar la música una entidad especial inmiscible bajo un enfoque científico, en base a su supuesto carácter puramente espiritual. Así, según Parente, «el arte es pura creación del genio artístico; el artista trabaja sin ningún tipo de límite, vínculo o norma ante rem que afecte a su fantasía» (Fubini, 2001, p. 375). Esta concepción de la composición musical como una creación absolutamente libre y sin normas recuerda a la concepción voluntarista de la libertad divina, traspuesta ahora al Hombre, como parte del denominado por Bueno proceso de la «inversión teológica».
Arnold Schönberg, quien, en su filosofía, puede ser considerado un epítome del romanticismo, afirma explícitamente esta relación en su ensayo Composición con doce notas: «En efecto, los conceptos de creador y de creación deberían formularse en armonía con el Modelo Divino, en el que inspiración y perfección, aspiración y actuación, coinciden espontánea y simultáneamente. En la Creación Divina, no hubo detalles cuya realización se dejara en un segundo tiempo; de golpe, con su perfección definitiva, "se hizo la luz"». Y, en su ensayo Criterios de valoración de la música: «Personalmente, tengo la sensación de que la música lleva dentro de sí un mensaje profético que revela una forma de vida más elevada, hacia la cual evoluciona la humanidad» (p. 428). Cabe citar también, en este aspecto, la reinterpretación que el dodecafonismo sufrirá a manos de René Leibowitz, profesor en los cursos de Darmstadt, desde una óptica husserliana; según esta visión, lo que Schönberg habría realizado, al desembarazarse del sistema tonal, es decir, al poner «entre paréntesis» el mundo musical, es precisamente una reducción fenomenológica.
Todavía en su Filosofía de la nueva música, Theodor Adorno mantiene oblicuamente la teoría de la música como expresión y comunicación, si bien interpretadas bajo una suerte de tensión dialéctica, según la cual, en el contexto de una sociedad de masas capitalista avanzada o industrial, tendente a la transformación de toda forma cultural en un producto «basura», estandarizado o de consumo, en un fetiche, esta expresividad no podría sobrevivir más que sustrayéndose de su misma sociabilidad. Pero, al mismo tiempo, es esa sustracción la que, a la larga, haría de la música un fenómeno árido, por inhumano, y la devolvería, por tanto, a su dimensión de consumo y, por tanto, antimusical y antiartística. Stravinsky y Schoenberg representarían, en este contexto, las dos direcciones opuestas que la música de su tiempo habría tomado para escapar a la contradicción: la aceptación inauténtica de lo inhumano el primero, bajo la objetivación y cristalización del pasado, y la rebelión el segundo, siendo el dodecafonismo el único medio por el cual podría devolverse a la música su autenticidad, su subjetividad, mediante la constricción voluntaria del compositor a los límites de una construcción inmanente. Ernst Bloch sostiene asimismo posiciones similares, al entender, en El espíritu de la utopía, la música como un lenguaje, es decir, como un medio de expresión del Yo, si bien no como un lenguaje perfecto o acabado, sino infecto o utópico, que se estaría haciendo o al que la música tendería, y que no sería además cualquier lenguaje, sino el lenguaje por antonomasia o de la redención final.
IV. La tendencia formalista o tecnicista:
Es en contra esta concepción expresivista y romántica de la música que reacciona el formalismo de Eduard Hanslick, en De lo bello en música (con el precedente de Johann Friedrich Herbart: «el arte es forma y no expresión»); una concepción que es «formalista» en la medida en que se entendía que la «materia» de los movimientos musicales eran estos sentimientos, pero que, con mayor derecho, podría llamarse, una vez retirado ese supuesto gratuito, materialista, o materialista formalista, donde la materia no es otra cosa sino los propios sonidos de la música. La esencia de la música se encuentra ahora ligada, ante todo, a su técnica, y no a lo Absoluto o al sentimiento, oponiendo al principio de «expresión» un principio de «fantasía»; es la fantasía la que rige cualquier arte, y que involucra tanto al sentimiento como a la razón, pero donde los efectos emocionales que produce en el oyente serían secundarios. Hanslick también admite que la música pueda simbolizar sentimientos mediante el uso de ciertos medios técnicos, pero no como una representación directa. En realidad, se trata de una transformación posibilitada y prefigurada ya por el principio de autonomía de la música que los románticos habían asentado, si bien bajo un signo ahora antirromántico. Este formalismo, o materialismo, en el que vuelven a resonar los ecos del criticismo kantiano, se mantendrá aún en la Poética musical de Stravinsky, y su reivindicación de la música como «artesanía», es decir, como una actividad fundamentalmente técnica. También la Escuela de Darmstadt, con el advenimiento de la música electrónica, de la música concreta y del serialismo integral, intentará acogerse a un nuevo objetivismo, heredero en parte de esta cuarta tendencia, y sobre todo de la filosofía del estructuralismo, precisamente contra la senda subjetivista que el dodecafonismo de Schönberg había mantenido (Boulez: «Schönberg ha muerto»).
V. El materialismo filosófico de Gustavo Bueno:
El materialismo filosófico se sitúa, desde luego, cerca de las tesis de Hanslick o Stravinsky, pero admite también una interpretación que recoge las tesis románticas, en relación con lo Absoluto, sin identificarse con ellas, en el momento en el que se reconozca, al menos en ciertas obras musicales, un «nosequé» (en palabras de Feijoo), una complejidad que, en definitiva, escapa o trasciende a nuestras capacidades inmediatas de categorización, y que, bajo la ideación de la Materia ontológico general, sirve también como límite a la «tecnicidad» musical. Un límite que no implica una irracionalidad exenta, ni una participación de entidades transmundanas como las musas o Dios, sino alcanzada «desde el interior» del propio análisis racional, en la medida en que sea éste mismo el que revele su incapacidad reductiva. Se trata de un reconocimiento, en suma, a que ningún análisis mantiene la obra en toda su complejidad; a la inversa, a que no es posible, partiendo de un análisis, si no acompañase la música a la cual se refiere, progresar hacia una recomposición perfecta de esa música, a que la proyección de las categorías analíticas, que se realiza incluso en el proceso mismo de la composición, tiene siempre un carácter abstracto.
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