29/6/23

16/4/23

Comentario a un artículo de Straehle

Leído este artículo de Edgar Straehle, donde analiza algunos aspectos de las teorías de Gustavo Bueno y Roca Barea, y su pregnancia sociológica y componentes práctico-políticos, he creído interesante hacer unas sucintas apreciaciones.

Lo primero que hay que remarcar, como aspecto positivo, es que se trata de un artículo informado, que procura evitar todo tipo de hombres de paja, y que contempla no sólo las influencias de unos autores sobre otros, o de los dos temáticos sobre discursos en redes, sino también las discontinuidades, tanto entre Bueno y Roca Barea, como entre Bueno y las vulgarizaciones a que pudiese haber sido reducido, con posterioridad. Sin embargo, hay que delimitar cuál es el alcance crítico que tiene, en este sentido, y cuál es la metodología y fines que se propone. En relación con este propósito, y dejando a un lado a Roca Barea para centrar la atención en Bueno, no se percibe que trate ningún aspecto de su teoría, para evaluarla en función de su contenido estructural, sino que se limita, de un lado, a establecer una filiación genética, de posibles autores que habrían influido en él, y, de otro lado, a analizar sus componentes sociológicos, su pregnancia institucional y los intereses pragmáticos que lo habrían motivado.

Estos intereses fueron, por otro lado, reconocidos por el propio Bueno, quien solía repetir que «no defiendo España por razones filosóficas, de la misma manera que no bebo agua por razones filosóficas», lo cual no significa, como podría interpretarse, que cabe reducir la filosofía de la historia de Bueno a la condición de una mera ideología, que incorporaría farragosas Ideas escolásticas (unidad, identidad, esencia, existencia) a un sistema propio (diapolítico, metapolítico, generador, depredador, esencia procesual, eutaxia) como un medio para justificar esos intereses. Y esto no tanto porque haya que negar la importancia de ese imperativo de defensa, en el plano de la génesis, como porque esa génesis no puede nunca reducir íntegramente la estructura teórica resultante (una misma teoría puede interpretarse en sentidos ideológicos muy diferentes, así como un mismo interés puede lugar a teorías mutuamente incompatibles). Además, la tesis de Bueno, en este aspecto, fue mucho más radical, y consistió en negar la posibilidad misma de una «neutralidad» metodológica frente a la cuestión de España. La distinción no estaría, por tanto, entre una Idea de España «neutral» y una Idea de España «presentista», sino entre dos Ideas partidistas de España, una de las cuales reivindica capciosamente una neutralidad de la que, en realidad, carecería, bajo un análisis más profundo.

Y es que puede advertirse que, para Straehle, quizá sea suficiente calificar la teoría correspondiente de «presentista» (pp. 58, 60 y 71), para, con ello, considerarla oblicuamente descartada y refutada, sin necesidad de ofrecer una crítica recta de sus contenidos. Pero en este término, «presentista», lo que parece ejercitarse es, en realidad, el prejuicio, generalmente calificado como realista ingenuo, de que el historiador «se acerca a la realidad histórica», como si el pasado fuese un factum, compuesto de «hechos históricos» ya dados, que se limitaría a «descubrir», o mostrar a sus lectores, con el mínimo de componentes «presentes» posible. Sin embargo, lo cierto es que en modo alguno es evidente la existencia de ese «pasado histórico» ya dado, porque con lo que el historiador trabaja no es con el pasado, sino con reliquias corpóreas, que son partes del mismo presente, sólo que como un presente infecto, respecto del cual éstas aparecen como «extrañas». No se trata, por tanto, de que el historiador trabaje «desde el presente», sino que el pasado mismo es ya, inherentemente, una construcción presentista, realizada a través de los relatos. En este sentido, los componentes pragmáticos, involucrados en la historia, son algo que se da por supuesto, y no porque lo mismo dé ocho que ochenta, ya que, efectivamente, también la historia puede llegar a convertirse en mera ideología, donde el «engarce» con reliquias efectivas sea mínimo, o incluso contradictorio, lleno de errores, o que atribuya a personajes históricos, pretéritos, Ideas o motivaciones de los que, en realidad, carecían. Pero lo que cabe remarcar es que este error (el presentismo estrictamente dicho) sólo puede resultar de una contraposición de unos relatos con otros relatos (es decir, de una contraposición diamérica, no de los relatos respecto de la «realidad histórica», considerada como un fenómeno puro y prístino, al modo de una contraposición metamérica). En suma, decir que la filosofía de España de Bueno tiene componentes pragmáticos es, en realidad, decir muy poco.

En cuanto a las influencias, que permitirían ofrecer una filiación genética de ésta, sin necesidad de negar su efectividad, es muy importante distinguir entre influencias positivas e influencias negativas. Un autor está influido positivamente por otro cuando incorpora alguna parte de su pensamiento, extractada, a sus propias «coordenadas». La influencia negativa, por el contrario, resulta de un «definirse frente a alguien»: puede decirse, por ejemplo, que Marx estaba fuertemente influido por Hegel, Smith o Ricardo, en tanto que dependía de ellos para «darles la vuelta», y que Bueno dependió, del mismo modo, a su vez, de Marx y, por qué no decirlo, de otros autores católicos que Straehle trae a colación. Pero una de esas incompatibilidades que el artículo no recoge, y que no es tampoco accidental, sino que distorsiona sustancialmente el contenido de la interpretación que éste hace de Bueno, es lo relativo a la Idea de Imperio de Santiago Montero Díaz, y que remarca su «ilimitación», pese a reconocer que no aparece citado en el «Catálogo de una biblioteca particular en torno a España y su historia» (pp. 52-53). Porque no es sólo que Bueno, al contrario que Montero, distinguiese entre el Imperio diapolítico (los imperios efectivos) y la Idea filosófica de Imperio (los imperios que se pretendieron universales), sino que Bueno considera ésta un «imposible político», dado que supondría la constitución de un «Estado universal» que, al carecer de fronteras, y por tanto de capa cortical, dejaría de ser «Estado», y por tanto dejaría, asimismo, de ser «Imperio»: «la Idea filosófica de Imperio es un imposible político, como la Idea de perpetuum mobile es un imposible físico» (p. 207 de la edición de 1999 de España frente a Europa).

Sólo desde esta confusión, donde se está interpretando a Bueno desde Montero Díaz, se comprende que atribuya a éste la noción de que «el Reino visigodo no se puede identificar con España porque, si bien ocupó toda la Península, se mantuvo recluido en ella y, por tanto, perdió la voluntad imperial que había animado a la etapa romana» (p. 41). Y no porque Bueno afirme que el Reino Visigodo era ya España, sino porque ésta no fue en modo alguno la razón que daba, en España frente a Europa, sino la «discontinuidad» entre ambas unidades políticas, aceptando explícitamente la tesis de Barbero y Vigil, sobre la «Monarquía asturiana original como una suerte de jefatura, constituida no tanto por grupos godos huidos, cuanto por gentilidades o tribus astures o cántabras, que intentaban, no ya recuperar el reino perdido, sino simplemente mantenerse libres de los opresores (fueran romanos, fueran visigodos o fueran musulmanes)», aunque no aceptase las conclusiones que se podrían extraer de ésta: «lo que no entendemos es el empeño en hacerlos incompatibles con el reconocimiento de la formación del ideal neogótico, muy temprano, en todo caso» (pp. 274-275). Por lo mismo, Bueno no pretendió, por razones evidentes, que España ya no existe, si es que el Imperio ha caído, sino una tesis mucho más matizada, que es que la pérdida de la identidad imperial de España, en favor de su nueva identidad europea, no deja inalterada su unidad, sino que supone su puesta en entredicho: «la pérdida de la identidad imperial determinó, pasada su primera fase, la debilitación de su unidad nacional» (p. 367 del libro citado).

El alcance del artículo de Straehle, podríamos proponer, como conclusión de lo dicho, es antes filológico o sociológico que histórico-positivo (no cita ninguna fuente ni se propone cuestionar el material empírico utilizado por Bueno) o histórico-filosófico (no critica tampoco sus Ideas de España o de Imperio), por más que en ese terreno oblicuo sus tesis sean más o menos fundamentadas, cuestión que requeriría un análisis más pormenorizado.

19/3/23

¿El Día del padre, o el Día de la persona especial?

Últimamente, ha saltado al debate público la propuesta, nacida en un colegio público de Jerez de la Frontera, de cambiar el nombre del Día del padre, en favor de «Día de la persona especial», en reconocimiento a la variedad de formas familiares, en proporción creciente, que se encontrarían en la actualidad, y con el fin de evitar situaciones potencialmente dañinas para aquellos niños en cuya familia el padre no estaría presente. 

Y lo cierto es que hay muchas formas distintas de familia. Sin embargo, es un error poner en un mismo plano la familia estricta o nuclear (con padre y madre) y las formas familiares no nucleares (adoptivas, monoparentales, de padres divorciados, de padres homosexuales). Y no porque haya una única forma de familia estricta (puede ser monogámica, poligínica o poliándrica, matrilineal, patrilineal o ambilineal, matrilocal, patrilocal o ambilocal), ni porque ésta sea una esencia fija y fosilizada (al contrario, es un producto de los cambios en la base económica), sino porque, cuando se desliga la familia de su momento procreador, es cuando los roles sociales que sirven para definirla quedan «flotando» en el aire. Por ejemplo, si el «padre adoptivo» es «padre» en algún sentido, lo es porque se comporta como si lo fuese (adopta su rol, sin serlo estrictamente). En las familias monoparentales donde el hijo convive sólo con la madre, no es que ésta sea simultáneamente madre y padre, como si lo hubiese concebido sin concurrencia de varón, sino que es padre sólo por analogía, en cuanto cumple sus funciones. Por eso, todos los niños tienen un padre estricto, cualquiera que sea su forma de familia.

Ahora, sobre los casos en los que éste ha fallecido, o abandonó a la madre, etc., el profesorado, lógicamente, debe ser cuidadoso para que al niño el evento no le pueda resultar traumático. Pero, como constata Helen Fisher, en 1940, uno de cada diez niños norteamericanos no convivía con ninguno de sus dos padres, y no por eso se dejaba de celebrar el Día del Padre (oficial desde 1924), ni el Día de la Madre. Se trata de dar un reconocimiento público a la importancia, y por tanto la responsabilidad, que conlleva ser padre, y que se asume al serlo. Si, ante la ausencia del padre estricto, sus funciones las desempeña otra persona, también se puede incorporar al día, de un modo justificado, pero no parece ésta razón suficiente para cambiarle el nombre. En fin, desarrollé esta teoría en el siguiente artículo de la revista El Catoblepas, especialmente, en el apartado del núcleo de la familia, los géneros y especies de familia y el valor de la familia nuclear en la España del presente:

https://www.nodulo.org/ec/2022/n199p07.htm?fbclid=IwAR3pKI9BzBF0QHNgRf-hUtaAf6_5kKUZr0qlmLLn01NPrmYHc71Mp91tHGY

14/1/23