24/12/24

Una historia breve de la filosofía de la música (siguiendo a Fubini), en cuatro tendencias

I. La tendencia metafísica o pitagórica:

No pudiéndose encontrar en el pensamiento de la Antigüedad clásica (particularmente Platón y Aristóteles) algo semejante a una concepción global y sistemática de la música, sino únicamente reflexiones, más o menos fragmentarias, en torno a su estatus epistemológico (su carácter de técnica, orientada a la obtención de placer, o su capacidad para servir de medio de conocimiento del cosmos, o de lo Uno, y a su través las relaciones entre música, sentidos e intelecto) o su utilidad político-educativa (como reforzadora de vicios y virtudes, o simplemente como entretenimiento liberal, más digno que sus alternativas), implicando una teorización de las relaciones entre los modos y la naturaleza (ethos, mímesis, kátharsis), en una primera tendencia, metafísica, podría incluirse, influida por aquella, y en especial por la tradición pitagórica, la concepción de Boecio en De institutione musica, con la distinción entre, de un lado, la música mundana (armonía de las esferas, pero también de las estaciones y otros movimientos naturales), la única verdadera música; y, de otro lado, la música humana (armonía del alma) y la música instrumental (que incluiría también al canto), que reflejarían la primera, desde la óptica de una subsunción de la música producida (instrumental), en una Idea ontológica muy general (la «armonía», más bien que «música»), ligada a una concepción monista del ser. 

La misma teoría puede encontrarse, conciliada con el cristianismo, en las Institutiones divinarum et saecularium litterarum de Casiodoro («si nosotros vivimos virtuosamente, nos hallamos, constantemente, sometidos a su disciplina; mas, si nosotros incurrimos en injusticias, entonces nos quedamos sin música») o en las Etymologiarum sive originum de San Isidoro («sin música, ninguna disciplina puede ser perfecta, puesto que no puede existir nada sin ella»). También abarca esta clase la concepción, igualmente influida por el pitagorismo, de San Agustín en De musica, con su definición de la música como ars bene modulandi. Se trata, en efecto, de un tratado en seis libros de los cuales únicamente el primero y el último podría decirse que tratan sobre música, circunscribiéndose los libros centrales a la cuestión del metro poético. «Música» no sería, desde este punto de vista, lo que hace un cantor o un flautista, sino la expresión, sujeta al conocimiento científico, de las leyes del número y proporciones propias de tiempos e intervalos. Bajo esta dirección interpretativa, señala Fubini (2001):

A partir de este punto, se nos revela que el discurso de san Agustín se encamina fatalmente hacia una metafísica del número, por cuanto que la esencia más auténtica de la música no se investiga en otra cosa que el número»). La música adquiere dignidad científica y deviene objeto rigurosamente racional por cuanto que se reduce a número. El movimiento de los sonidos, tanto desde el punto de vista de los intervalos como desde el rítmico, deberá ceñirse a correlaciones numéricas simples (rationabiles), por ser éstas las únicas que la razón enjuiciará como buenas. (p. 89)

En la tradición medieval se mantendrá esta visión aritmológica de la música en definiciones como la ofrecida por el carolingio Alcuino («disciplina que trata de los números que se descubren en los sonidos»), de donde pasará a formar parte del quadrivium, como una de las cuatro artes matemáticas, junto con la aritmética, la geometría y la astronomía, dentro del conjunto de las siete artes liberales, que incluye asimismo a las tres del trivium, relativas a la elocuencia, y que incluía la gramática, la dialéctica (entendida en un sentido aristotélico, como disciplina del conocimiento probable) y la retórica. En este sentido, mientras que la «música teórica» sería un arte liberal, correlativa al estatus social que el teórico poseía, los músicos prácticos (compositores, cantantes, instrumentistas) desempeñaban un arte servil, como artesanos. El monje benedictino Aureliano de Réomé (Aurelianus Reomensis), en el siglo IX, retoma de manera explícita la definición agustiniana («la música es la ciencia de la modulación justa, conforme al sonido y al canto»), en lo que convergerá con su coetáneo, también benedictino, Remigio de Auxerre («toda música se compone de proporciones, o sea de consonancias») o, en el siglo XIV, con el abad Engelberto de Admont («ciencia que investiga y descubre el acuerdo y la consonancia, según proporciones armónicas, entre cosas contrarias y desiguales y cosas conjuntadas y próximas»). Más positiva será la definición propuesta en el tratado Musica enchiriadis, datado en el siglo X, y atribuido a Hucbaldo, o bien a Odón de Cluny: «ciencia que enseña a cantar de modo exacto; el camino más sencillo para alcanzar la perfección en el canto»; si bien su comentario, el Schola enchiriadis, volverá a reiterar la concepción tradicional («ciencia de la buena modulación», que significa «ordenar la melodía con sonido suave», remitiendo a un orden cósmico, alejado de las «cosas vanas»). 

El influjo pitagórico se mantendrá en el renacimiento (Gioseffo Zarlino: «todas las cosas que creó Dios fueron ordenadas por él mediante el Número; es más: este Número fue el principal modelo en la mente de dicho hacedor»), y después en Leibniz («ejercicio de aritmética inconsciente, en el cual el espíritu no sabe que cuenta», con la armonía como un orden matemático del universo, y la música como el medio por el cual ésta se revela sensiblemente al hombre) o Charles d'Assoucy (el mundo como un gran clave, cuyas cuerdas, vibrando armoniosamente, crean la diversidad de acordes de la naturaleza, donde el hombre, en la pequeña escala, al afinar su clave, hace lo que Dios al afinar el universo), concluyendo con la teoría armónica de Jean-Philippe Rameau («la música es una ciencia que debe disponer de unas reglas bien establecidas; dichas reglas deben derivar de un principio evidente; principio que no puede revelarse sin el auxilio de las matemáticas»), y su intento de construir racionalmente la música a partir de la serie de armónicos (para una crítica musicológica de esta teoría, cf. Lerdahl y Jackendoff, 2003, pp. 321-326), cuando ya se había transformado en un naturalismo más genérico, no necesariamente matemático, ya que la posición central ya no la ocupará el número, sino el sentimiento.

II. La tendencia antropologista racionalista:

Es este naturalismo más genérico, en efecto, el que, una vez abandonada la concepción matematizante de cuño pitagórico, que ya a comienzos del siglo XVI era descrito por Pietro Cerone como una «antigüalla», servirá de nexo de unión, junto con la teoría barroca de los afectos (Descartes), con la segunda tendencia, antropologista, por la cual la música pasará a ser concebida, ahora, como una forma de comunicación, un lenguaje de los afectos. Un lenguaje en el que, en este primer estadio, razón y corazón van de la mano, ya que son unas leyes naturales, de carácter objetivo, las que regulan su expresividad, y en las que el ancla o fundamento se establece en el sujeto individual. Es la concepción que se presenta en Les beaux arts réduits à un même principe, de Charles Batteux, en 1747, desde la óptica de una imitación de la naturaleza. Para Batteux, en efecto, así como la poesía tendría por objeto imitar las acciones, la música tendría por objeto la imitación de las pasiones. En la misma teoría había incidido ya antes el abate Du Bos, en sus Réflexions critiques sur la peinture et la poésie, de 1719. Ahora bien, la «imitación de la naturaleza» no tiene el carácter de un isomorfismo positivo, en el sentido e una imitación, con música, por ejemplo, del canto de los pájaros, o de un imperativo de realismo en la pintura, sino que consiste, más bien, en un imperativo de «racionalidad», a medida del pensamiento científico moderno que, en esta época, está constituyéndose, y que, a través de algunos de sus exponentes (Descartes, Leibniz, Mersenne), resultará en la sistematización de la tonalidad diatónica. 

Una «naturaleza» que coincidirá, puntualmente, con las características particulares de cada estilo musical, como su dimensión interna de legitimación ideológica: el bon goût preclásico, el clasicismo maduro, el romanticismo, en Schoenberg o Webern, el dodecafonismo, culmen del progreso histórico de la música, en base al uso cada vez más emancipado de la disonancia, es decir, de los armónicos más lejanos de la serie acústica de los armónicos naturales y, por tanto, a la confusión misma entre los conceptos de consonancia y disonancia, que se encontrarían llamados a la desaparición; o en Ansermet, en su célebre analogía, según la cual la muerte de la tonalidad diatónica sería, a la conciencia musical, lo que la muerte de Dios sería a la conciencia moral. Se alcanzarán, en consecuencia, con estas diferentes versiones de naturalismo sonoro, las cotas más altas posibles de etnocentrismo en teoría musical, ya que ello equivale a suponer que otras tradiciones, anteriores al establecimiento del sistema de la tonalidad diatónica en occidente, o ajenas a este sistema, sin por ello dejar de ser sistemáticas, no serían sino, a lo sumo, versiones primitivas de esta tonalidad, valoradas en función de ella, o, incluso, formas de irracionalidad o superstición ruidística. Pero en esta interpretación lo que cabe percibir es, ante todo, un sesgo histórico, ligado a la forma lógica de una petición de principio, que parte de la restricción de la racionalidad a un único tipo de sistema organizativo, con ignorancia de los demás, cuando es esta restricción la que, vista en una perspectiva más amplia, resulta ser estipulativa e infundada.

III. La tendencia idealista o romántica:

En este contexto, y a partir del movimiento romántico, por su contraste con el racionalismo de la Ilustración, va a ser, ahora, el sentimiento el que se va a dirigir, directamente, sin el intermedio de la razón, al oyente (Wackenroder: «desde la eternidad, existe un precipicio hostil que separa el corazón del que siente de las indagaciones del que explora; el corazón es una entidad divina, independiente y cerrada, que no puede abrirse ni analizarse mediante la razón»; «cualquier obra artística no puede asimilarse ni entenderse plenamente más que con un sentimiento similar a aquel otro que la vio nacer; de este modo, el sentimiento no puede captarse ni comprenderse sino con la ayuda del sentimiento»). Se trata de un viraje que no surge de la nada, sino que venía ya anticipado por una corriente hedonista que, durante la Ilustración, entendía la música ya como un juego de agradables sensaciones (Kant), o como un arabesco abstracto (Rousseau), que no dice nada a la razón, ni tenía contenido moral o educativo, sino que limita su efecto a nuestros sentidos. 

Lo que cambiarán los románticos, con respecto a los racionalistas barrocos y clásicos, es el signo axiológico de la caracterización, de modo que será justamente esa cualidad sensual la que sitúa a la música infinitamente por encima de cualquier medio normal de comunicación (Herder: la música como «arte de la humanidad», con la ópera como «unión de todas las artes», prefigurando la «obra de arte total» wagneriana), para servir como vía de acceso privilegiada a la Idea, lo Infinito o Absoluto, en las filosofías de Hegel, Schelling (a su través, Beethoven), Schopenhauer o Friedrich Schlegel. De esta manera, que recuerda a la via pulchritudinis escolástica de conocimiento de Dios a través de la belleza, y en particular de la música, heredera de Platón, la música recupera su significado epistemológico, si bien en un sentido nuevo. En consecuencia, el eje de valoración tenderá también, no sin excepciones (Hegel, Wagner), a desplazarse desde el melodrama hacia la música pura. La nueva expresividad arracional, en su dimensión comunicativa, será entendida unas veces en un sentido individual, con la música como expresión de los sentimientos del compositor o del intérprete, mientras que otras veces será entendida en un sentido colectivo, como expresión del «espíritu» de un determinado pueblo (el Volksgeist en Wagner, con el precedente de Heine o de Giuseppe Mazzini).

La visión romántica de la música será continuada aún por el neoidealismo italiano de Benedetto Croce y sus seguidores, tales como Fausto Torrefranca o Alfredo Parente, durante la primera mitad del siglo XX, cuya aportación fundamental consiste en su reivindicación de la unicidad sustancial de la actividad artística, así como en su antipositivismo, al considerar la música una entidad especial inmiscible bajo un enfoque científico, en base a su supuesto carácter puramente espiritual. Así, según Parente, «el arte es pura creación del genio artístico; el artista trabaja sin ningún tipo de límite, vínculo o norma ante rem que afecte a su fantasía» (Fubini, 2001, p. 375). Esta concepción de la composición musical como una creación absolutamente libre y sin normas recuerda a la concepción voluntarista de la libertad divina, traspuesta ahora al Hombre, como parte del denominado por Bueno proceso de la «inversión teológica». 

Arnold Schönberg, quien, en su filosofía, puede ser considerado un epítome del romanticismo, afirma explícitamente esta relación en su ensayo Composición con doce notas: «En efecto, los conceptos de creador y de creación deberían formularse en armonía con el Modelo Divino, en el que inspiración y perfección, aspiración y actuación, coinciden espontánea y simultáneamente. En la Creación Divina, no hubo detalles cuya realización se dejara en un segundo tiempo; de golpe, con su perfección definitiva, "se hizo la luz"». Y, en su ensayo Criterios de valoración de la música: «Personalmente, tengo la sensación de que la música lleva dentro de sí un mensaje profético que revela una forma de vida más elevada, hacia la cual evoluciona la humanidad» (p. 428). Cabe citar también, en este aspecto, la reinterpretación que el dodecafonismo sufrirá a manos de René Leibowitz, profesor en los cursos de Darmstadt, desde una óptica husserliana; según esta visión, lo que Schönberg habría realizado, al desembarazarse del sistema tonal, es decir, al poner «entre paréntesis» el mundo musical, es precisamente una reducción fenomenológica.

Todavía en su Filosofía de la nueva música, Theodor Adorno mantiene oblicuamente la teoría de la música como expresión y comunicación, si bien interpretadas bajo una suerte de tensión dialéctica, según la cual, en el contexto de una sociedad de masas capitalista avanzada o industrial, tendente a la transformación de toda forma cultural en un producto «basura», estandarizado o de consumo, en un fetiche, esta expresividad no podría sobrevivir más que sustrayéndose de su misma sociabilidad. Pero, al mismo tiempo, es esa sustracción la que, a la larga, haría de la música un fenómeno árido, por inhumano, y la devolvería, por tanto, a su dimensión de consumo y, por tanto, antimusical y antiartística. Stravinsky y Schoenberg representarían, en este contexto, las dos direcciones opuestas que la música de su tiempo habría tomado para escapar a la contradicción: la aceptación inauténtica de lo inhumano el primero, bajo la objetivación y cristalización del pasado, y la rebelión el segundo, siendo el dodecafonismo el único medio por el cual podría devolverse a la música su autenticidad, su subjetividad, mediante la constricción voluntaria del compositor a los límites de una construcción inmanente. Ernst Bloch sostiene asimismo posiciones similares, al entender, en El espíritu de la utopía, la música como un lenguaje, es decir, como un medio de expresión del Yo, si bien no como un lenguaje perfecto o acabado, sino infecto o utópico, que se estaría haciendo o al que la música tendería, y que no sería además cualquier lenguaje, sino el lenguaje por antonomasia o de la redención final.

IV. La tendencia formalista o tecnicista:

Es en contra esta concepción expresivista y romántica de la música que reacciona el formalismo de Eduard Hanslick, en De lo bello en música (con el precedente de Johann Friedrich Herbart: «el arte es forma y no expresión»); una concepción que es «formalista» en la medida en que se entendía que la «materia» de los movimientos musicales eran estos sentimientos, pero que, con mayor derecho, podría llamarse, una vez retirado ese supuesto gratuito, materialista, o materialista formalista, donde la materia no es otra cosa sino los propios sonidos de la música. La esencia de la música se encuentra ahora ligada, ante todo, a su técnica, y no a lo Absoluto o al sentimiento, oponiendo al principio de «expresión» un principio de «fantasía»; es la fantasía la que rige cualquier arte, y que involucra tanto al sentimiento como a la razón, pero donde los efectos emocionales que produce en el oyente serían secundarios. Hanslick también admite que la música pueda simbolizar sentimientos mediante el uso de ciertos medios técnicos, pero no como una representación directa. En realidad, se trata de una transformación posibilitada y prefigurada ya por el principio de autonomía de la música que los románticos habían asentado, si bien bajo un signo ahora antirromántico. Este formalismo, o materialismo, en el que vuelven a resonar los ecos del criticismo kantiano, se mantendrá aún en la Poética musical de Stravinsky, y su reivindicación de la música como «artesanía», es decir, como una actividad fundamentalmente técnica. También la Escuela de Darmstadt, con el advenimiento de la música electrónica, de la música concreta y del serialismo integral, intentará acogerse a un nuevo objetivismo, heredero en parte de esta cuarta tendencia, y sobre todo de la filosofía del estructuralismo, precisamente contra la senda subjetivista que el dodecafonismo de Schönberg había mantenido (Boulez: «Schönberg ha muerto»).

V. El materialismo filosófico de Gustavo Bueno:

El materialismo filosófico se sitúa, desde luego, cerca de las tesis de Hanslick o Stravinsky, pero admite también una interpretación que recoge las tesis románticas, en relación con lo Absoluto, sin identificarse con ellas, en el momento en el que se reconozca, al menos en ciertas obras musicales, un «nosequé» (en palabras de Feijoo), una complejidad que, en definitiva, escapa o trasciende a nuestras capacidades inmediatas de categorización, y que, bajo la ideación de la Materia ontológico general, sirve también como límite a la «tecnicidad» musical. Un límite que no implica una irracionalidad exenta, ni una participación de entidades transmundanas como las musas o Dios, sino alcanzada «desde el interior» del propio análisis racional, en la medida en que sea éste mismo el que revele su incapacidad reductiva. Se trata de un reconocimiento, en suma, a que ningún análisis mantiene la obra en toda su complejidad; a la inversa, a que no es posible, partiendo de un análisis, si no acompañase la música a la cual se refiere, progresar hacia una recomposición perfecta de esa música, a que la proyección de las categorías analíticas, que se realiza incluso en el proceso mismo de la composición, tiene siempre un carácter abstracto.

19/12/24

Reseña crítica de La interpretación de las culturas, de Clifford Geertz

El libro que nos ocupa consta de una colección de artículos publicada en 1973 por el antropólogo cultural norteamericano Clifford Geertz, fundador de la llamada Antropología simbólica, influida tanto por antropólogos fenomenológicos como Alfred Schütz, Peter Berger o Thomas Luckmann, como por la sociología de Émile Durkheim, Max Weber y Talcott Parsons, y que a su vez influirá sobre una escuela sociológica, la Sociología cultural articulada por Jeffrey Alexander. Su teorización tiene un carácter mixto, al tratar tanto cuestiones de naturaleza filosófica, en su vertiente metodológica, como cuestiones propiamente científicas, con análisis positivos de las sociedades indonesia, javanesa y balinesa, en su dimensión tradicional, así como en sus transformaciones políticas más recientes, a raíz de su independencia. Tiene una longitud media (373 páginas sin los índices en la edición consultada, la traducción al español en Gedisa de 2005), y se divide en cinco partes: la primera dedicada a sintetizar el enfoque característico de Geertz, mediante el concepto de «descripción densa»; la segunda, a demarcar este enfoque antropológico respecto de otras ciencias humanas y naturales, en relación con la esencia el hombre y de la mente; la tercera, a problemas de antropología de la religión; la cuarta a la antropología política, y la quinta a una etnografía de la sociedad balinesa. En este comentario crítico nos ocuparemos únicamente de tres de las cuestiones referidas a su tramo metodológico.

I. La descripción densa como núcleo de la antropología simbólica:

Geertz se propone, bajo el patronazgo explícito de Parsons (p. 215), quien fuera su mentor en Harvard, «restringir» el concepto de cultura (frente al heterogéneo «todo complejo» de Tylor) a un conjunto de símbolos, a fin de otorgarle a esta categoría una unidad metodológica para la antropología: la «descripción densa». «El concepto de cultura que propugno es esencialmente un concepto semiótico» (p. 20). «La cultura denota un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas por medios con los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida» (p. 88).

La misma restricción semiótica opera a propósito de instituciones culturales determinadas, como la religión: «una religión es un sistema de símbolos que obra para establecer vigorosos, penetrantes y duraderos estados anímicos y motivaciones en los hombres, formulando concepciones de un orden general de existencia y revistiendo estas concepciones con una aureola de efectividad tal que los estados anímicos y motivaciones parezcan de un realismo único» (p. 89). O la ideología (p. 173).

Esta restricción aspira únicamente a ser metodológicamente válida, aunque ontológicamente sea injustificada, como en efecto lo es, tomada como redefinición en sí misma, ya que un círculo cultural incluye aspectos no formalmente simbólicos, sino objetuales, como un ánfora o un arpón de pesca, o intersubjetuales, como una ceremonia nupcial, aun si estas entidades reciben su condición cultural solo en la medida en que se prestan a ser significadas simbólicamente. Del mismo modo, una religión no es solo un conjunto de símbolos articulados a fin de poner en relación congruente un estilo de vida con una cosmovisión, sino también un conjunto de prácticas objetivas, edificios templarios, instrumentos cultuales, roles determinados, etc.

Ahora bien, en su exposición general de principios (primera parte), Geertz entiende erróneamente que «en antropología o, en todo caso, en antropología social lo que hacen los que la practican es etnografía» (p. 20). El nivel etnográfico es únicamente una parte de la antropología cultural y social. La descripción densa es una metodología etnográfica, pero se mantiene en el nivel, valga la redundancia, descriptivo, lo cual no solo no excluye, sino que depende de una realimentación con explicaciones causales a las que posteriormente deberán someterse las interpretaciones simbólicas. Una explicación trasciende el nivel simbólico, porque se refiere a aspectos más «profundos», y principalmente al nivel productivo y de subsistencia, que condicionan y dan forma a la producción de símbolos. No obstante, una explicación de este tipo tiene necesariamente, es cierto, carácter «reductivo», respecto del nivel simbólico. 

Otros pasajes del libro (el tratamiento de la religión en la tercera parte), por el contrario, parecen sugerir que el nivel explicativo no queda excluido de este paradigma: «El estudio antropológico de la religión es por esto una operación en dos etapas: primero, se trata de analizar el sistema de significaciones representadas en los símbolos, sistema que presenta la religión; y, segundo, se trata de referir estos sistemas a los procesos sociales y psicológicos. Mi insatisfacción con buena parte del trabajo antropológico social contemporáneo sobre la religión se debe, no a que dicho trabajo se interese tanto en la segunda etapa, sino a que descuida la primera» (p. 117). También en su análisis de las ideologías incide en que su propuesta no consistiría en negar las funciones que éstas presentan para los grupos e individuos a los que afectan, sino que buscaría únicamente aportar un panorama más complejo que, con el auxilio de un análisis de su contenido simbólico, como estructuras entretejidas de significación, permita expresar de manera más precisa la naturaleza de esas relaciones (pp. 177-182).

Sin embargo, aun en estos casos, no se explicita cómo desde el análisis simbólico sería posible progresar hacia un análisis funcional de rango objetivista, focalizado en las necesidades de subsistencia del grupo, en un contexto productivo e intersocietal o geopolítico: «Para un antropólogo, la importancia de la religión está en su capacidad de servir, para un individuo o para un grupo, como fuente de concepciones generales, aunque distintivas, del mundo, del yo y de las relaciones entre sí, por un lado -su modelo de- y como fuentes de disposiciones "mentales" no menos distintivas -su modelo para-, por el otro. De esas funciones culturales derivan a su vez las funciones sociales y psicológicas» (p. 116). Ello se debe a que una explicación por funciones sociales tiene, por la propia naturaleza del enfoque, un carácter reductivista. El sociólogo puede interesarse por el contenido de las instituciones religiosas o de las ideologías, únicamente como aquello que va a quedar abstraido o formalmente eliminado, como resultado de la explicación.

Geertz define la descripción densa del siguiente modo: «el análisis consiste pues en desentrañar las estructuras de significación [...] y en determinar su campo social y su alcance» (p. 24). Y la sitúa bajo la oposición entre ciencias interpretativas, en las que se incluiría la antropología, bajo procedimientos similares a los de la inferencia clínica en medicina, de un lado, y ciencias experimentales, de otro. Así como quien diagnostica el sarampión no lo «predice», ni tampoco lo «explica», sino que se limita a manifestar que el paciente lo presenta, la función del antropólogo sería, presuponiendo una serie de significantes interpretados, situarlos dentro de un marco inteligible (pp. 36-37).

La caracterización que la descripción densa recibe por Gilbert Ryle (conservada por Geertz), por oposición a la «descripción superficial» (pp. 21-22), es inexacta. No es necesario salir del marco de las conductas objetivas para explicar la diferencia esencial entre un tic nervioso y un guiño del ojo a un camarada. Lo que los diferencia es el 'contexto total' de operaciones y semiosis objetivadas, que incluye las reacciones de los espectadores y del emisor tanto anteriores como posteriores, y que son lo que dota de significado al evento. Lo único a lo que pueden tener acceso tanto el etnógrafo como el espectador de estudio son conductas. El problema deriva de tomar en consideración una conducta aislada o abstraída de su contexto. 

Bien es cierto que Geertz no entiende los símbolos en un sentido mentalista, sino más bien en el sentido de lo que Bueno llama «tercer género de materialidad» (M3), bajo una presentación alineada con la máxima axiológica de Lotze («los valores no son, sino que valen»): «La cultura, ese documento activo, es pues pública, lo mismo que un guiño burlesco o una correría para apoderarse de ovejas. Aunque contiene ideas, la cultura no existe en la cabeza de alguien; aunque no es física, no es una entidad oculta. El interminable debate en el seno de la antropología sobre si la cultura es "subjetiva" u "objetiva" [...] está por entero mal planteado. [...] aquello por lo que hay que preguntar no es su condición ontológica. [...] Aquello por lo que hay que preguntar es por su sentido y su valor» (p. 24). «Los actos culturales (la construcción, aprehensión y utilización de las formas simbólicas) son hechos sociales como cualquier otro; son tan públicos como el matrimonio y tan observables como la agricultura» (p. 90).

En esta dirección, se apoya explícitamente en las teorías de la significación del primer Husserl y del último Wittgenstein (p. 26). Sobre el segundo de ambos: «Hay que atender a la conducta y hacerlo con cierto rigor porque es en el fluir de la conducta -o, más precisamente, de la acción social- donde las formas culturales encuentran articulación. La encuentran también, por supuesto, en diversas clases de artefactos y en diversos estados de conciencia; pero estos cobran su significación del papel que desempeñan (Wittgenstein diría de su "uso") en una estructura operante de vida, y no de las relaciones intrínsecas que puedan guardar entre sí» (p. 30).

Una virtud crítica de este enfoque etnográfico es su problematización de los supuestos «datos», al revelar estos como algo que incluye ya, internamente, una interpretación: «lo que nosotros llamamos nuestros datos son realmente interpretaciones de interpretaciones de otras personas sobre lo que ellas y sus compatriotas piensan y sienten» (p. 23). La antropología simbólica se opone, por tanto, al positivismo clásico, como concepción acumulativa del conocimiento científico: «En lugar de seguir una curva ascendente de comprobaciones acumulativas, el análisis cultural se desarrolla según una secuencia discontinua pero coherente de despegues cada vez más audaces. [...] con mejor información y conceptualización, los nuevos estudios se sumergen más profundamente en las mismas cuestiones. [...] Es esta razón, entre otras, la que hace del ensayo [...] el género natural para presentar interpretaciones culturales y las teorías en que ellas se apoyan, y ésta es también la razón por la cual, si uno busca tratados sistemáticos en este campo, se ve rápidamente decepcionado» (p. 36).

Geertz también se desmarca de la etnociencia, análisis componencial o antropología cognitiva, en la medida en que este enfoque se vincula con un formalismo extremado, y obvia lo que precisamente más debiera interesar al etnógrafo, que es la lógica informal de la vida real: «la falacia cognitivista -de que la cultura consiste [...] en "fenómenos mentales que pueden ser analizados mediante métodos formales semejantes a los de la matemática y la lógica"- es tan demoledora para un uso efectivo del concepto de cultura como lo son las falacias del conductismo y del idealismo de las cuales el cognitivismo es una corrección mal pergeñada» (p. 26).

Y se desmarca finalmente, asimismo, de la alternativa emic, en el sentido de Pike, según la cual el antropólogo debe adoptar el punto de vista del nativo: «No tratamos (o por lo menos yo no trato) de convertirnos en nativos (en todo caso una palabra comprometida) o de imitar a los nativos. [...] Lo que procuramos es (en el sentido amplio del término en el cual éste designa mucho más que la charla) conversar con ellos» (p. 27). 

Ahora bien, de un lado, una etnografía no es una conversación, sino una descripción asimétrica, efectivamente interpretativa, de lo que el nativo hace o dice, como el propio Geertz reconoce: «lo cual significa que las descripciones de la cultura de beréberes, judíos o franceses deben encararse atendiendo a los valores que imaginamos que beréberes, judíos o franceses asignan a las cosas, atendiendo a las fórmulas que ellos usan para definir lo que les sucede. Lo que no significa es que tales descripciones sean ellas mismas beréberes, judías o francesas, es decir, parte de la realidad que están describiendo; son antropológicas pues son parte de un sistema en desarrollo de análisis científico» (p. 28). De otro lado, es dudoso que este principio escape realmente a la dialéctica emic/etic, ya que, bajo una redefinición crítica de esta oposición, la descripción densa sigue privilegiando antes el horizonte emic, que la perspectiva etic de esos componentes trascendentes a lo simbólico, que precisamente Geertz ha previamente excluido del campo antropológico inmediato.

En síntesis, podría decirse que Geertz tiene razón al enfatizar el componente interpretativo de la etnografía y en sus críticas al positivismo clásico, pero yerra al reducir la antropología a ésta, y también, unido a ello, al sobreestimar la autonomía de la descripción, respecto de unas hipótesis explicativas más profundas, capaces de atender a la dimensión de subsistencia que los símbolos culturales canalizan. La explicación no es algo externo a la interpretación simbólica, sino que puede contribuir a orientar esa descripción, al poner el foco en ciertos aspectos sobre los cuales el nativo no se expresa con la suficiente claridad, así como en aquellos casos, con interés también descriptivo, en los que éste no parece reconocer las funciones económicas subyacentes. Por tanto, y a pesar de que el propio Geertz se concibe a sí mismo como equidistante a la oposición entre materialismo e idealismo, en la práctica su proyecto termina recalando más del lado del idealismo antropológico que del materialismo, si bien en una versión distanciada de, o crítica con, el emicismo ingenuo, el formalismo lingüístico o el mentalismo.

II. El problema de la naturaleza humana:

En su tratamiento del problema de la «naturaleza humana», articula el concepto de una «concepción estratigráfica de las relaciones entre los factores biológicos, psicológicos, sociales y culturales de la vida humana», según la cual estos factores se superpondrían como los estratos en una formación geológica (p. 46). Geertz rechaza esta concepción; sin embargo, en su crítica incurre en algunas injusticias. Entiende que esta concepción implica: (1) que los principios universales sobre los que se basan los factores más profundos sean sustanciales, y no categorías vacías; (2) que estén específicamente fundados en procesos biológicos, psicológicos o sociológicos; y (3) que la variabilidad intercultural sea relegada a una importancia secundaria (p. 47). 

Rechaza que lo primero sea posible, ya que, para que fuesen sustanciales categorías como «religión», «matrimonio» o «propiedad», sería necesario darles un contenido, y este paso lo excluye su variabilidad efectiva. Pero en este dilema cabe también una posición «intermedia»: los llamados por Cassirer «conceptos funcionales», que admiten la variabilidad sin por eso ser categorías vacías. 

El segundo punto caería, primero, como consecuencia del primero, y segundo, por la imposibilidad de volver a unir los estratos que han sido previamente separados. A este respecto, puede constatarse cierta ambigüedad en el significado de «separación», si bien no hay ninguna razón de principio por la que no sea posible 'abstraer' ciertas determinaciones genéricas de una institución cultural, que sean transculturales. 

Del tercer punto, Geertz considera un prejuicio la idea de que la esencia de lo que significa ser humano se revela más claramente en los rasgos universales que en los particulares. Sin embargo, el argumento contra este punto es incompatible con el argumento contra el primero, ya que, si la esencia humana no se define por nada universal, entonces «o bien es una categoría vacía, o bien un concepto sustancial»; pero no lo segundo, luego lo primero. De nuevo, la variabilidad no tendría por qué ser incompatible con la universalidad si considerásemos esta naturaleza un concepto funcional, y entonces ninguna de ambas tendría por qué ser secundaria o menos importante que la otra.

La alternativa que Geertz propone, frente a la concepción estratigráfica, sería una concepción sintética, «en la cual factores biológicos, psicológicos, sociológicos y culturales puedan tratarse como variables dentro de sistemas unitarios de análisis» (p. 51). Sin embargo, no se ve el modo como categorías de análisis tan dispares puedan integrarse bajo un principio analítico unitario. En la práctica, la concreción de esta propuesta de Geertz -sustituir la terminología clásica de («costumbres, usanzas, tradiciones, conjuntos de hábitos») por un nuevo armazón de conceptos («planes, recetas, fórmulas, reglas, instrucciones»)- se traduce en un enfoque psicológico, antes que neutro.

III. El problema de la universalidad de la mente:

Con respecto al problema de si la mente es igual en todos los hombres, con independencia de la cultura y el nivel tecnológico (pensamiento primitivo/civilizado), Geertz critica tanto el supuesto de que en la mente humana coexisten dos niveles estructurales, uno anterior y otro posterior a la cultura civilizada moderna, como el supuesto de que la cultura misma es superflua en esta estructura. Se acoge a la doctrina de la unidad psíquica de la humanidad («que yo sepa, no es hoy seriamente cuestionada por ningún antropólogo respetable», p. 66), pero considerando, al mismo tiempo, que no podría hablarse de mente humana, si no es por medio de la cultura: «Lejos de obrar la cultura sólo para complementar, desarrollar y extender facultades orgánicas lógica y genéticamente anteriores a ella, parecería que la cultura fue factor constitutivo de esas mismas facultades. Un ser humano sin cultura probablemente no sería un mono con talentos intrínsecos aunque no realizados, sino que sería una monstruosidad carente de todo espíritu y, en consecuencia, una monstruosidad nada viable» (p. 70).

Esta solución vuelve a resultar inconsistente ante la disyuntiva entre entender ésta como un concepto sustancial o bien entenderla como una mera palabra. Sin embargo, Geertz acierta en la relación interna entre mente humana y cultura, y por tanto entre evolución orgánica y evolución cultural, que, sin embargo, una vez ya constituido el homo sapiens, habría llegado a disociarse. Si bien la evolución orgánica no se habría detenido, sí se habría ralentizado, mientras que la evolución cultural habría aumentado su ritmo de transformación. Otra virtud de su teoría consiste en su crítica, consecuente, al reduccionismo neurológico: «el cerebro humano depende por entero de recursos culturales para operar; y esos recursos son, en consecuencia, no agregados a la actividad mental, sino elementos constitutivos de ésta. En verdad, el hecho de pensar como acto público, abierto, que supone la manipulación deliberada de materiales objetivos, es probablemente fundamental para los seres humanos; y el pensar como acto íntimo, privado, que no recurre a esos materiales, probablemente sea una capacidad derivada, aunque no inútil» (p. 77).

Finalmente, queda claro que Geertz no se adhiere a una concepción sustancialista de la mente, sino que, para él, la mente es una dimensión interna del comportamiento humano: «El término "mente" designa cierta serie de disposiciones de un organismo. [...] El problema de la evolución de la mente [...] es una cuestión de rastrear el desarrollo de ciertas clases de habilidades, facultades, tendencias y propensiones de los organismos y establecer los factores o tipos de factores de que depende la existencia de dichas características» (p. 81). Este enfoque se acerca a la interpretación ofrecida por Bueno en El mito de la felicidad (2005): «El único modo de liberarnos del dualismo alma/cuerpo, cuando nos referimos a un sujeto individual, es utilizar al sujeto como entidad no dual, sino unitaria; unidad que solo puede ser conceptualizada cuando la entendemos como unidad de acción o de operación» (p. 64).

Referencias bibliográficas:

-Geertz, C. (2005). La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa.

-Bueno, G. (2005). El mito de la felicidad. Barcelona: Ediciones B.

10/12/24

Reseña crítica de Vida líquida, de Zygmunt Bauman

(La numeración de páginas se corresponde con la edición traducida al español en Austral de 2006.)

Bauman describe la «sociedad moderna líquida» como aquella en que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en unas rutinas determinadas (p. 9). Se trata de una idea de filosofía de la historia que caracteriza la fase actual de desarrollo de la sociedad occidental. No es un libro de sociología, ya que, salvo en algunas pocas partes clave, carece de las explicaciones por funciones sociales que, por el contrario, sí anidan abundantemente en Mark Fisher.

Resulta preferible, por razones heurísticas, hablar de «sociedad de mercado pletórico de bienes y servicios» (Bueno en Panfleto contra la democracia realmente existente), ya que esta idea pone el foco en el aspecto económico como centro de análisis, en lugar de en la inestabilidad y cambio continuo de las relaciones sociales y de las instituciones culturales, que tienen el carácter de una superestructura. No obstante, la caracterización de Bauman ya se realiza desde esta perspectiva, en términos del progresivo avance de la libertad-para, la definición de mi propia personalidad al elegir entre multitud de bienes en el mercado, y el traspaso de esta lógica hacia nuevos horizontes, como la política (con el surgimiento de la democracia), el amor, etc. El «problema de identidad» (p. 15) se corresponde con la «individualidad flotante» (Bueno en «Psicoanalistas y epicúreos»), característica de las sociedades cosmopolitas. El «continuo presente» (p. 16) viene determinado por la rápida obsolescencia de los bienes antiguos, frente a los nuevos y mejores, que el mercado ofrece. 

Incluso, es el propio Bauman quien, en la p. 112, habla de una «sociedad de consumidores», definida como «una sociedad que [...] "interpela" a sus miembros fundamentalmente (o, quizás incluso, exclusivamente) en cuanto consumidores, y que juzga y evalúa a sus miembros, sobre todo, por sus capacidades y su conducta con relación al consumo», como sinónimo de la sociedad moderna líquida.

El análisis realizado por Bauman puede resultar, sin embargo, excesivamente pesimista. Es cierto que la nueva situación histórica conlleva varias disfunciones, especialmente en el terreno de la psicopatología. Pero también lo es que es este sistema el que ha permitido a las grandes masas salir de la pobreza extrema. Considerar que la vida líquida es una vida precaria (p. 10), o que la «destrucción creativa» del capitalismo (Schumpeter) es una destrucción de formas de vida, y por tanto de los seres humanos que las practican (pp. 11-12), son, sin duda, exageraciones.